El prisionero de la Sierra (Cap. IV) por Arturo Vásquez Urdiales

 

PARTE IV

Las noches en la sierra se sucedieron con inusitada tensión tras el incidente del caballo robado. Con cada anochecer, Ilhuicamina, Pánfilo, Eleuterio y Hutzilopochtli mantenían la vista fija en el reducido ventanuco de su improvisada celda de troncos, esperando el momento adecuado para llevar a cabo el plan de fuga. Mientras tanto, el campamento francés se hallaba en un estado de agitación permanente. El capitán Fouché se mostraba más rudo y exigía disciplina extrema. El general Montparnase, por su parte, daba órdenes contradictorias, presa de la indecisión entre reforzar su posición o retirarse a un terreno más seguro.

El día antes de la fuga

Faltaba apenas una jornada para el día pactado por los prisioneros para intentar su evasión. A lo largo de la mañana, se les ordenó cavar un foso adicional alrededor del corral de las mulas. Mientras trabajaban, compartieron pocas palabras, pero intercambiaron miradas de complicidad y, con gestos mínimos, confirmaron los últimos detalles.

—Se hará por la noche, justo en el cambio de guardia —musitó Hutzilopochtli, sin mover los labios apenas, mientras un soldado francés pasaba muy cerca.

—Sí. Y debemos tomar agua y comida antes de escapar —añadió Eleuterio, dándole la espalda al guardia para que no leyera su expresión.

Pánfilo, por su parte, mantenía la compostura, removiendo la tierra con la pala mientras observaba de reojo a los vigías. Al fondo, Ilhuicamina levantaba troncos para apuntalar la zanja. Desde allí podía ver la bodega de provisiones, su objetivo primordial para obtener víveres. Cerca de la puerta, un soldado de complexión fornida vigilaba con pereza, a ratos bostezando y apoyándose en su fusil. Ilhuicamina pensó que ese hombre podría resultar vulnerable al cansancio si la noche se prolongaba.

Una vez completado el foso, Fouché se presentó para inspeccionar el trabajo. Con el ceño fruncido y la barbilla levantada con altivez, dedicó una mirada de desconfianza a los prisioneros.

—Fini, capitán —dijo un sargento francés, señalando el perímetro recién cavado.

—Bien —respondió Fouché, sin ocultar su desprecio hacia los mexicanos—. Llévenlos a la cabaña. No quiero que anden merodeando.

Así, sin más, los cuatro terminaron la faena y fueron empujados de vuelta a su encierro. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de almorzar algo más que un pedazo de tortilla dura y un puñado de frijoles fríos. Consciente del maltrato, Eleuterio escupió al suelo en señal de rebeldía, arriesgando un bofetón de uno de los guardias, pero éste se limitó a gruñir y a apurarlo con el fusil.

La noticia de un inminente ataque

Ya por la tarde, se escuchó un revuelo en el centro del campamento. Gritos en francés, jinetes que llegaban a toda prisa, el resonar de cascos contra el suelo rocoso. Alguien golpeó la puerta de la cabaña y se oyó la voz agitada de un oficial:

—¡Revisen el corral! ¡Tenemos informes de que Moctezuma ha sido avistado al norte, y podría lanzar una ofensiva!

A través de las rendijas de la cabaña, los prisioneros vislumbraron cómo los soldados corrían de un lado a otro, preparando armas y municiones, revisando la disposición de los vigías. Montparnase, con el rostro tenso, conversaba airadamente con Holtmez y Jeimez, quienes insistían en la necesidad de marchar cuanto antes. El general, sin embargo, no parecía dispuesto a ceder:

—No cederemos territorio. ¡Esta posición es estratégica! —lo escucharon bramar en un español cargado de acento—. Si Moctezuma ataca, lo recibiremos con fuego cruzado.

Hutzilopochtli esbozó una sonrisa amarga:

—Por un lado, esto puede favorecer nuestro escape: el caos de un posible ataque podría distraer a los guardias. Pero también supone que estarán en máxima alerta.

Ilhuicamina asintió, cruzando los brazos:

—Tendremos que ser muy cuidadosos. Con tantos movimientos, nos conviene no precipitar nada hasta el cambio de guardia, tal como planeamos.

El último atardecer en cautiverio

Poco antes del ocaso, llegó un inesperado alivio: la guardia francesa que se encargaba de los prisioneros les permitió salir a asearse en un riachuelo que corría a pocos metros del campamento. Algo así no había ocurrido antes y, sin duda, respondía a la inminente actividad militar: necesitaban a los cautivos mínimamente presentables y con energías para los trabajos que se avecinaban. Con las manos atadas por delante, los escoltaron hasta la orilla del arroyo, donde bebieron agua y se lavaron el polvo de la cara y el cuello.

Ilhuicamina sintió el frescor del agua como un bálsamo renovador. Recordó su hogar, su gente, y el motivo por el que luchaba. Aquel momento, aunque breve, fortaleció su determinación de escapar. Pudo notar que uno de los dos soldados que los vigilaba era el mismo que había prestado su ungüento a Eleuterio días atrás. Este galo, de cejas claras, mantenía la mirada baja, con un gesto de incomodidad, como si quisiera disculparse por su participación en el cautiverio de inocentes. Pero no pronunció palabra.

A la vuelta, ya en la cabaña, el grupo se sentó a compartir el escaso pan que les dieron por cena. Un silencio cargado de expectación reinaba entre ellos. Fuera, el cielo adquiría un color malva, y la silueta de los cedros se proyectaba como gigantes silenciosos. Llegada la noche, todo estaría dispuesto.

La hora señalada

Pasada la medianoche, el campamento se hallaba sumido en un ritmo extraño: los soldados se habían repartido en turnos de guardia más densos de lo habitual, ante el temor de un posible ataque republicano. No obstante, precisamente por esa sobreactividad, se vislumbraban zonas con mayor relajación, pues algunos hombres, tras largas horas de vigilia, se rendían al cansancio.

 

Los prisioneros aguardaban echados en la penumbra de la cabaña. Al fin, cerca de las doce en punto, escucharon el cambio de guardia: pasos, murmullos, linternas que iban y venían. Ilhuicamina, que había estado atento con el oído pegado a la pared, alzó la cabeza e hizo una seña a los demás. Era el momento.

Con suma cautela, Hutzilopochtli se incorporó y empujó la puerta con la esperanza de encontrarla sin tranca. Sabía que, en los relevos, a menudo se cambiaba también al guardia que vigilaba la cabaña, provocando una breve confusión al cerrar y abrir. Para su fortuna, el pasador interno estaba suelto. Deslizó la madera con lentitud, evitando cualquier crujido brusco.

La puerta se abrió un palmo y, a través de la rendija, observaron la parte trasera del campamento. El cielo, tachonado de estrellas, les permitía ver que no había guardia justo en ese ángulo. Al fondo, un centinela pasaba con una linterna, pero con la atención puesta en las sombras del bosque, no en la cabaña.

—Ahora —susurró Ilhuicamina.

Con un movimiento rápido y silencioso, se descolgaron de la cabaña y se agacharon junto a unos barriles vacíos. Desde allí, rastrearon el camino hasta la bodega de provisiones, su siguiente objetivo. El aire olía a pólvora y al humo de las fogatas que se habían encendido para calentar a los soldados. A lo lejos, se oían voces dispersas. Era la perfecta banda sonora para una fuga clandestina.

El robo de provisiones

Apenas diez metros separaban los barriles de la bodega, pero se sentían como una eternidad. Uno tras otro, los cuatro prisioneros se deslizaron pegados a la empalizada, evitando la luz de la luna que bañaba el centro del campamento. Cuando atisbaban alguna silueta rondando, se detenían conteniendo el aliento.

Llegados a la puerta de la bodega, descubrieron que estaba asegurada con un simple candado. Pánfilo, que llevaba días estudiando la cerradura, extrajo un pedazo de metal doblado que había logrado ocultar en su camisa. Con mano temblorosa, empezó a manipular el candado. Tardó unos angustiosos segundos. En cualquier momento podía aparecer un soldado, y el corazón de los fugitivos latía con fuerza. Por fortuna, tras un par de giros, se oyó un clic. El candado cedió.

Se escabulleron dentro, donde un leve aroma a maíz y frijol reseco les invadió. Con la prudencia propia de quien sabe que un crujido puede delatarlos, llenaron un par de sacos pequeños con los granos más fáciles de cargar. También consiguieron cantimploras con agua y algo de tasajo salado, apto para resistir varios días sin descomponerse. Hutzilopochtli, mientras tanteaba en la penumbra, halló un viejo cuchillo de monte abandonado en un rincón, sin funda. Se lo guardó con cuidado en la cintura.

Mientras salían, escucharon pasos que se acercaban. Un soldado francés avanzaba, quizá alertado por algún ruido, o simple rutina de vigilancia. Rápidos como el rayo, los cuatro se arrimaron tras unos costales apilados junto a la bodega. El uniformado se detuvo apenas a un par de metros de ellos, mirando hacia la puerta abierta. Durante un instante que pareció eterno, el soldado oteó la oscuridad, y pareció disponerse a entrar. Pero en ese preciso momento alguien lo llamó:

—¡Eh, Renaud! ¡Ven, necesito ayuda aquí!

El soldado giró sobre sus talones y se marchó con paso apresurado, dejando el acceso libre. Ilhuicamina, sintiendo la adrenalina hervirle en la sangre, asintió hacia los demás para retomar la marcha.

La huida hacia el barranco

Con los sacos de provisiones al hombro, se dirigieron hacia la parte occidental del campamento, donde un cerco de palos improvisado daba paso a la zona más escarpada de la sierra. Allí sabían que la vigilancia solía ser menor. Avanzaron con sigilo, esquivando una hoguera apagada y varios montones de escombros, restos de los trabajos de fortificación.

Cuando al fin divisaron el barranco, sintieron un escalofrío. La pendiente era pronunciada y el terreno irregular, pero no había otra alternativa que descender con cautela para alcanzar el lecho del arroyo seco. Hutzilopochtli fue el primero en asomarse, tanteando las rocas y raíces que podrían servir de apoyo. Un paso en falso podía provocar un estrépito fatal, alertando a los soldados y condenando su fuga.

—Con cuidado, pisen firme —indicó, en voz bajísima.

Ilhuicamina, Pánfilo y Eleuterio siguieron sus pasos, aferrándose a las ramas y extremidades del terreno para no rodar cuesta abajo. La penumbra jugaba a su favor, pero hacía el descenso más peligroso. A pesar de todo, avanzaron con determinación.

De pronto, se escuchó un lejano grito de alarma en el campamento:

—¡Los prisioneros no están! ¡Han escapado!

La noticia se propagó con rapidez. En cuestión de segundos, resonaron voces de mando, silbatos y disparos de advertencia. Algunos soldados franceses aparecieron en lo alto del barranco con linternas, intentando localizar a los fugitivos. Sin embargo, la densa noche y la maleza dificultaban su visión.

—¡Rápido, apresurémonos! —apremió Eleuterio, mientras se descolgaba de una roca y casi resbalaba.

Ilhuicamina, jadeando por el esfuerzo y la tensión, alzó la vista. Vio las linternas moviéndose frenéticamente en el borde del barranco. El coronel Holtmez y el capitán Fouché vociferaban órdenes, intentando organizar a los soldados. Se oía cómo algunos se dispersaban por el flanco sur, buscando un descenso menos arriesgado. El clamor de la persecución estaba a punto de encenderse.

No obstante, la oscuridad brindaba a los prisioneros una ventaja inestimable. Con cada metro que bajaban, las voces francesas se iban atenuando, y la cortina de vegetación resultaba un excelente escudo natural. Al llegar al fondo, notaron que la corriente del arroyo estaba seca, dejando un cauce angosto y pedregoso por el que se podía caminar a media altura, sin ser vistos desde arriba.

—Lo conseguimos… al menos de momento —dijo Pánfilo, luchando por recobrar el aliento.

Ilhuicamina se giró para ver a sus compañeros: Hutzilopochtli apretaba su costado herido, pero seguía firme. Eleuterio, con la respiración acelerada, mantenía el cuchillo en la mano, listo para repeler cualquier ataque sorpresa. Los cuatro se miraron con una mezcla de alivio y vértigo. Sabían que la cacería apenas comenzaba, y que el ejército de Montparnase y sus oficiales no se quedarían de brazos cruzados.

El eco de gritos y órdenes francesas resonaba en la noche, recordándoles el peligro. Aun así, la libertad, esa brisa revitalizante, les inflaba el ánimo. Por primera vez en días, dejaron de sentir en los tobillos y las muñecas el peso de las cadenas. Ya no eran prisioneros, sino fugitivos resueltos a cruzar la sierra para reunirse con la patria. Aunque sabían que la travesía sería dura y el enemigo no les perdería la pista, albergaron la convicción profunda de que su causa —la defensa de México— los guiaría entre los riscos y las sombras hasta un nuevo amanecer.

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